Sus
graznidos cortaban la calma y el silencio, un centenar de gaviotas
pululaban por las rocas que la marea baja dejaba al descubierto.
Eran
las diez de la mañana pero había decidido que mientras pudiera,
bajaría a la playa lo más temprano que mis achaques me dejaran. La
promesa que hice a mi nieta de regalarle un collar de caracolillos
era solo una excusa para poder gozar de lo que tanto me gustaba,
pasear por la orilla descalza. En el coche había dejado la sombrilla
además del bolso con una toalla y el libro que había comenzado
hacía unos días, cuando terminara con mi paseo lo recogería y me
instalaría en un buen sitio donde poder leer a gusto.
Mientras
recogía material para mi primera experiencia como “fabricante de
collares”, observaba como los movimientos de las gaviotas obedecían
a un curioso ritual, se posaban sobre las lagunas que se formaban
entre las rocas a continuación volaban hasta la orilla y como si de
figuras de piedra se tratasen, permanecían durante varios minutos
mirando al sol, todas al mismo tiempo, luego corrían por la arena y
volvían a posarse sobre los charcos. De vez en cuando pasaba entre
ellas buscando mis caracolillos pero ni siquiera se sobresaltaban,
tal es su rutina al convivir entre los seres humanos que se han
vuelto confiadas, cuando tuve suficientes abalorios volví al coche,
cogí mis tiestos y regresé a la playa.
El
libro que estaba leyendo me proporcionaba placer, me parecía bien
escrito e interesante, además mi imaginación unida al modo en que
el autor narraba los hechos me trasladaban a la época. De vez en
cuando lo cerraba y curioseaba con la mirada a mis convecinos de
ocio.
Dos
mujeres jóvenes pero adultas discutían con humor sobre la
convivencia entre dos familias que compartían piso. Otra chica,
embarazada, jugaba en la arena con un niño de unos cuatro años, se
les veía felices. Un señor y una señora, pasados ya de los
sesenta, paseaban cogidos de la mano mientras de vez en cuando se
miraban a los ojos y chocaban cariñosamente sus frentes. Pero lo más
impresionante para mí era el silencio, sólo roto de vez en cuando
por los graznidos de las verdaderas propietarias de la playa, que me
hacía pensar que soy más feliz cuando más silencio me cubre.
Carmen
Franco S. (Respetar autoría)
Imágenes extraidas de Internet